El padre Brown contra Torquemadín
El encuentro de Descartes con Pascal joven, de Flotats, es "teatro puro: una mesa, dos sillas, una vela, un diálogo. Apenas hay movimiento: se demuestra, de nuevo, que cuando el pensamiento se mueve no hacen falta paseítos, que el pensamiento es acción"Flotats sigue siendo un monstruo perfecto: hay que verle en el Español, con el teatro a reventar, imantando ojos y oídos de un público que bebe sus palabras, sus inflexiones, hasta el menor de sus gestos, incluidos mohínes, cucamonas y dengues porque forman parte de la bestia; porque, menuda novedad, al maestro hay que tomarlo entero, porque son contados, contadísimos los actores (o actrices) de su fuste, capaces de llenar una sala y mantenerla en vilo con un diálogo filosófico-religioso bajo el temible título de Encuentro de Descartes con Pascal joven. Flotats aprende de sus errores. Stalin, que sólo se vio en Barcelona, era un ambicioso tropiezo con un mensaje cifrado y una enseñanza. Bajo la hojarasca de sus melodramáticas tramas laterales refulgía una forma clásica que siempre le ha dado excelentes resultados: el two-hander, el mano a mano actoral. Stalin era el diálogo entre el dictador y su masajista, punto. El mensaje decía: "Te has lucido con héroes solitarios, Don Juan, Cyrano, Lorenzaccio. Te luciste una vez y a lo grande con un trío: Arte. Pero el dúo te ha ido de perlas. El dúo a la francesa, por más señas. Sarraute, Jouvet, Brisville. Vuelve". Aunque el Brisville de Descartes no es exactamente el Brisville de La cena. Allí asistíamos al combate de dos fajadores de peso parejo: Tayllerand y Fouché. La función del Español revela, desde su título, una forma mixta: el monólogo con incrustaciones, el Héroe Solitario atizando, con toneladas de ternura casi paternal, a un peso mosca con la mano atada por un exceso de fiebre jansenista. Pascal "joven", dice el título. Problema habemus, e históricamente irresoluble. Descartes y Pascal se encuentran en 1647. Pascal tiene 24 añitos. Es un joven genio matemático, pero no es el autor de los Pensamientos. Y Descartes, lástima grande, muere poco más tarde. Qué le voy a hacer, dirá Brisville: o se encuentran entonces o no se encuentran nunca. De acuerdo, monsieur, pero reconózcame que el combate queda un tantico amañado. A este lado del ring, un filósofo en la cumbre de su sabiduría; al otro, y contra las cuerdas desde el principio, un mozo que si no es Legionario de Cristo es porque aún no se han inventado. Este Descartes es como para comérselo entre pan y luego mojar en la salsa. Lúcido, encantador, bondadoso, con un catolicismo pragmático y un humor a prueba de bombas, mismamente un cruce entre Montaigne y el padre Brown. Se abre la puerta y le sueltan a un Pascal fanático, crispado, al borde de la epilepsia. Sufre, eso está claro. Como un verraco sufre, como un personaje de Los comulgantes. Ésa es su única grandeza: el toque bergmaniano. Un muchachote que precisa abocarse en el absolutismo religioso para mitigar su salvaje miedo a la muerte, al vacío, a la eternidad helada, a ese "infinito que no entra en los números". Necesita la teología porque la geometría no le basta. Ni la perfección de las secciones cónicas, ni el haber inventado la Pascalina, esa computadora anticipada. Brisville le da ese tormento como motor dramático, y bien dibujado está, pero no le concede ni una sola flecha de la inteligencia que roce el centro de gravedad de Descartes, es que ni una. Todavía peor: a mitad de la obra le carga con una villanía muy fea (siempre en nombre de la fe) contra el hombre que salvó a Descartes de una muerte cierta. ¿Y qué más, Brisville? ¿Pederastia en Port-Royal? ¿Patear a un gatito? Claro que salimos del teatro diciendo: "Realmente, el fundamentalismo es una mala cosa", y no es ocioso ese mensaje en los tiempos que corren, etcétera, pero teatralmente es alicorto. Para la obra y para Albert Triola, el actor que interpreta a Pascal, obligado a echar espumarajos desde el minuto diez. También se podía haber frenado un poco eso. Claro que yo también vomitaría bilis si después de agitar el murciélago de mi terror cósmico papá Descartes me clicha y suelta: "Me temo que hay un cierto sistema en su desolación: no debería poner todo su talento al servicio de su espanto". Nada, que con este hombre no hay quien pueda: siempre tendrá las mejores frases. Y la última palabra. Desniveles aparte, me lo he pasado bomba con esta función. Teatro puro: una mesa, dos sillas, una vela, un diálogo. Apenas hay movimiento: aquí se demuestra, de nuevo, que cuando el pensamiento se mueve no hacen falta paseítos, que el pensamiento es acción. Hablando de gestos, registré una coquetería de Flotats un tanto dilatada. Yo es que a Flotats se lo perdono todo pero al mismo tiempo no le paso una. No es puñetería, es que sólo me pasa eso con los grandes. Hay un momento en el que gira la cabeza para ocultar una pena gorda. Claro que la está mostrando a gritos, como ponerse gafas oscuras en un entierro. Roba la escena, se te va la mirada, no se te va a ir. Pero dura demasiado: le da un innecesario puntito a lo reina Cristina de Suecia. Frene un poco ahí, maestro, ande, ya ve que pocas pegas le pongo. Por cierto, que no se me olvide: han prorrogado el espectáculo hasta el 1 de marzo, aunque dense prisa porque hay tortas para conseguir entradas. Como siempre que pillo bocado, me desboco y se me acaba el espacio. Me quedan diez líneas para recomendaciones inmediatas y telegráficas, con promesa de ulterior desarrollo. En Barcelona he visto La revolució, de Jordi Casanovas, en la Villarroel. Uno de los autores jóvenes con más futuro y mucho presente. No es redonda; tiene un temazo tan suculento (dos genias de la informática crean un videojuego que reproduce tus más profundos miedos) que el final no acaba de estar a la altura de la premisa, pero atrapa, rebosa talento teatral, entretiene muchísimo y cuenta con un excelente grupo de actores. En el Valle-Inclán me ha cortado el hipo Una comedia española, de Yasmina Reza, extraordinariamente dirigida por Silvia Munt y con uno de los mejores trabajos interpretativos de los últimos tiempos: un reparto excepcional, y un juego escénico de aúpa para una función irregular pero hipnótica, que parece un singular ménage à trois entre Chéjov, Pirandello y López Rubio. (Continuará). -
Este Descartes es para mojar en la salsa. Lúcido, encantador, bondadoso, con un catolicismo pragmático y un humor a prueba de bombas
El encuentro de Descartes con Pascal joven, de Jean-Claude Brisville. Traducción: Mauro Armiño. Versión y dirección: Josep Maria Flotats.
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