Teatro digerido
EL ENCUENTRO DE DESCARTES CON PASCAL
Un día de éstos atrás, mi compañero y yo fuimos al teatro a ver “El encuentro de Descartes con Pascal”. Para nosotros, aunque no hubiera creído que alguna vez pudiera sentirlo, asistir al teatro o al cine se ha convertido, más que en un divertimento, en un acto de militancia puesto que nos vamos arrastrando en nuestras obligaciones diarias y no nos quedan ganas más que para lo que consideramos obligaciones. Obligaciones como seguir a Josep-María Flotats y las propuestas que nos regala con su trabajo.
El autor de la obra, Jean-Clude Brisville, imagina cómo se pudo desarrollar la única conversación que tuvieron Descartes y Pascal en la que, aun manteniendo un enorme respeto entre ambos, manifestaban enormes diferencias derivadas de la concepción racionalista de Descartes y la concepción idealista, basada en la fe a Dios, de Pascal. Esta conversación se ve sazonado por las salidas de Descartes que, apoyado en su diferencia de edad, se permite ironizar sobre las mañas de que se vale para sobrevivir en el medio que le ha tocado.
Esta vez, sin embargo, la obra parecía que, más allá de resultarnos graciosa en su propuesta, no nos aportaba gran cosa. De hecho, al finalizar, nos miramos y dijimos: muy bien pero, creo que ya en el siglo XXI, este discurso sobre razón y fe está un poco pasado.
Dios mío. ¡Qué carga de soberbia la de nuestro juicio! pues, cuando se encendieron las luces y nos fijamos en nuestro entorno observamos que las personas que asistían a nuestro querido teatro Español (lleno a rebosar) mantenían una apariencia de personas de ley, sin pañuelos palestinos, sin rastas, el pelo bien cortado… y una cara como de “como hay que ser”.
Mi compañero, siempre mucho más curioso que yo, me dijo: “sabes que no oigo bien, escucha a ver qué comenta la gente”. Qué aburrido, pensé yo pero, como le quiero, puse un interés que me duró poco tiempo pues los comentarios eran de aparente cultura: sobre el momento histórico, sobre el pensamiento de los autores… sin embargo, este conocimiento de bachillerato me aportaba poco porque a mí me gusta que me propongan temas actuales y no parecíamos sacar, ni ellos, ni nosotros, ninguna semejanza entre lo que habíamos estado viendo y la situación actual.
Resultaba todo tan frío que me dejó inquieta la falta de reflexión personal que observaba alrededor.
Mientras cruzábamos la acera y nos sumergíamos en el garaje, fuimos hablando y comentando entre nos, lo que habíamos visto y lo que habíamos escuchado hasta que, ante la máquina de pago automático, presenciamos un encuentro.
Delante de nosotros iba un matrimonio joven bien vestido, con tres niños pequeños bien limpios, como de unos cinco a ocho años, el padre –claramente el padre- cargaba una guitarra a la espalda y la madre –claramente la madre-, conducía a los más pequeños. Justo detrás de nosotros llegó un matrimonio algo mayor que, al ver a los jóvenes, exclamó “¡vaya! ¡Qué casualidad que nos encontramos! ¿Qué hacéis por aquí?, nosotros venimos del teatro” a lo que el papá joven respondió: “¡hola! ¿Qué tal? Nosotros venimos de la parroquia”
Solté, imbécilmente, un gritito, abrí los ojos con pasmo y me giré a mirar a mi compañero.
Nos miramos.
Nos callamos.
El siglo XVII aún estaba aquí.
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