Flotats vuelve con Stalin
Lluís Foix
Noche de gala en el Tívoli de Barcelona. Volvía Flotats con el uniforme de Stalin. Gran expectación en la sala donde descubrí a varios prohombres de nuestra cultura, algún político también, que habían condenado al dictador con la anodina observación de que aquella experiencia criminal no funcionó.
Flotats nos presentó a un Stalin íntimo, solitario, desconfiado y vulnerable. Uno de los monstruos más abominables del siglo hace confidencias controladas a una doctora judía que tiene dotes curativas no científicas. Cómo llenaban el escenario los aterrorizados silencios de Carme Conesa.
Las reflexiones de Stalin las traduce Flotats en monólogos sobre el terror que ha convertido en una cárcel a un país controlado por un régimen que prometía la felicidad para todos, pero sólo cuando se hubieran eliminado quienes no eran dignos de ella, las clases enemigas o las razas inferiores.
Flotats llena la escena con parsimonia, con soliloquios sobre el diván, con movimientos de mano que ocupan todo el espacio. No grita ni se enfada. El mal puede actuar silenciosamente, espiando a todos, invadiendo la intimidad de las personas, destruyendo familias, eliminando a millones de personas para conseguir la dicha de los proletarios.
Stalin y Hitler basaban su cohesión orgánica en el crimen estructural. Los sospechosos que sobrevivían se consumían en los gulags o desaparecían en los campos de exterminio. Los detenidos de los campos eran tratados por los soviéticos según el modelo de los esclavos, mientras que los nazis lo hacían según el de los subhombres.
Flotats interpreta la maldad del personaje que juega con la muerte como la lógica solución a las divergencias políticas. Lo hace sobria y tranquilamente, sabiendo que el fomento del antisemitismo, por ejemplo, siempre es recurrente en Rusia a pesar de que los judíos fueron protagonistas principales de la Revolución y a pesar que Stalin tenga que recurrir a una judía para que le alivie sus dolores.
Los soviéticos, aterrorizados y espiados en su intimidad, no sabían que Stalin había cambiado el partido y lo había convertido en un movimiento totalitario, dispuesto a cometer cualquier crimen y cualquier traición, incluso la traición de la revolución.
Un sistema que no consiguió que personajes tan lúcidos como Bertold Brecht rompieran con el partido durante los juicios de Moscú, donde algunos de sus amigos formaban parte de los acusados y ejecutados arbitrariamente.
La adaptación que fabrica Flotats de Stalin se basa en la novela "Une execution ordinaire" del francés Marc Dugaine que subió al escenario al final y que ha escrito que el comunismo y el fascismo han hecho de la humanidad el hospital psiquiátrico de los seres vivos. No fue un error. Fue un gran horror colectivo.
Me sobró y no entendí el epílogo superfluo que se nos suministró con un relato histórico confuso.
Bienvenido a tu Barcelona, Flotats, para mostrarnos cómo la maldad opera en silencio, brutalmente, sin escrúpulos. Lo peor de aquel nefasto régimen no fue la opresión sino la mentira, el nulo respeto a la persona, la convicción de que el poder se puede mantener con el terror.
Flotats nos presentó a un Stalin íntimo, solitario, desconfiado y vulnerable. Uno de los monstruos más abominables del siglo hace confidencias controladas a una doctora judía que tiene dotes curativas no científicas. Cómo llenaban el escenario los aterrorizados silencios de Carme Conesa.
Las reflexiones de Stalin las traduce Flotats en monólogos sobre el terror que ha convertido en una cárcel a un país controlado por un régimen que prometía la felicidad para todos, pero sólo cuando se hubieran eliminado quienes no eran dignos de ella, las clases enemigas o las razas inferiores.
Flotats llena la escena con parsimonia, con soliloquios sobre el diván, con movimientos de mano que ocupan todo el espacio. No grita ni se enfada. El mal puede actuar silenciosamente, espiando a todos, invadiendo la intimidad de las personas, destruyendo familias, eliminando a millones de personas para conseguir la dicha de los proletarios.
Stalin y Hitler basaban su cohesión orgánica en el crimen estructural. Los sospechosos que sobrevivían se consumían en los gulags o desaparecían en los campos de exterminio. Los detenidos de los campos eran tratados por los soviéticos según el modelo de los esclavos, mientras que los nazis lo hacían según el de los subhombres.
Flotats interpreta la maldad del personaje que juega con la muerte como la lógica solución a las divergencias políticas. Lo hace sobria y tranquilamente, sabiendo que el fomento del antisemitismo, por ejemplo, siempre es recurrente en Rusia a pesar de que los judíos fueron protagonistas principales de la Revolución y a pesar que Stalin tenga que recurrir a una judía para que le alivie sus dolores.
Los soviéticos, aterrorizados y espiados en su intimidad, no sabían que Stalin había cambiado el partido y lo había convertido en un movimiento totalitario, dispuesto a cometer cualquier crimen y cualquier traición, incluso la traición de la revolución.
Un sistema que no consiguió que personajes tan lúcidos como Bertold Brecht rompieran con el partido durante los juicios de Moscú, donde algunos de sus amigos formaban parte de los acusados y ejecutados arbitrariamente.
La adaptación que fabrica Flotats de Stalin se basa en la novela "Une execution ordinaire" del francés Marc Dugaine que subió al escenario al final y que ha escrito que el comunismo y el fascismo han hecho de la humanidad el hospital psiquiátrico de los seres vivos. No fue un error. Fue un gran horror colectivo.
Me sobró y no entendí el epílogo superfluo que se nos suministró con un relato histórico confuso.
Bienvenido a tu Barcelona, Flotats, para mostrarnos cómo la maldad opera en silencio, brutalmente, sin escrúpulos. Lo peor de aquel nefasto régimen no fue la opresión sino la mentira, el nulo respeto a la persona, la convicción de que el poder se puede mantener con el terror.
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