Saber escuchar
Josep SandovalPor regla general los espectadores que asisten a espectáculos teatrales suelen ser respetuosos y guardan silencio mientras se representa la función. Salvo algunas toses, siempre inoportunas pero propias de la estación, escuchan los diálogos con escasísimos intercambios de opinión con sus colegas de asiento. Así vimos 'Stalin', el nuevo vehículo con que regresó a la escena catalana ese monstruo que es Josep Maria Flotats. De impacto escénico brutal, creíble desde cualquier ángulo, desgranó toda la maldad del monstruo (esta vez en el sentido más etimológico de la palabra) que, humano al fin y al cabo (aunque no ejerciera en la vida real de ello), no duda en acudir a los servicios de una sanadora, a su vez doctora en un hospital, para más INRI de origen judío), para curar sus problemas circulatorios.
El texto, intenso, está construido sobre monólogos, a veces crueles, entre Stalin y Olga, la doctora que le cura y a la que le hace la vida imposible al prohibirle publicitar sus métodos y encuentros, del todo contrarios a las creencias de un hombre que para lograr sus objetivos no dudó en aplicar las más crueles soluciones. Exterminó pueblos enteros, anuló cualquier tendencia democrática y a cualquiera que creyera pudiera hacerle sombra. Resulta por tanto un poco increíble que la confianza de Stalin en la doctora se resuelva con una entrega total en su primer encuentro, del mismo modo que la favorezca en el segundo acto, en un detalle de debilidad impensable en un ser como él.
Lo importante del tema no son los largos textos de Stalin/Flotats, sino la sufrida presencia del personaje de Olga, a quien Carme Conesa dota de una credibilidad extraordinaria. Saber escuchar y, sobre todo, saber callar frente a los desmanes del dictador que dejan huella en la expresión y en el cuerpo de la actriz, cuya presencia es un contrapunto magnífico, perfecto para dar esas réplicas mudas frente a un actor como Flotats capaz de desmontar el mundo con un gesto o una inflexión de voz. Conesa está espléndida en sus silencios plagados de dolor, que la convierten en una víctima sin otra solución que acatar la crueldad de unas decisiones que le son ajenas, pero que acata para evitar males mayores. No hay drama en su gesto, y, si aparece, encubre la desesperación con un rictus de irremediable sometimiento. Una imagen vale más que mil palabras, un silencio o muchos, como en este caso, también.
El texto, intenso, está construido sobre monólogos, a veces crueles, entre Stalin y Olga, la doctora que le cura y a la que le hace la vida imposible al prohibirle publicitar sus métodos y encuentros, del todo contrarios a las creencias de un hombre que para lograr sus objetivos no dudó en aplicar las más crueles soluciones. Exterminó pueblos enteros, anuló cualquier tendencia democrática y a cualquiera que creyera pudiera hacerle sombra. Resulta por tanto un poco increíble que la confianza de Stalin en la doctora se resuelva con una entrega total en su primer encuentro, del mismo modo que la favorezca en el segundo acto, en un detalle de debilidad impensable en un ser como él.
Lo importante del tema no son los largos textos de Stalin/Flotats, sino la sufrida presencia del personaje de Olga, a quien Carme Conesa dota de una credibilidad extraordinaria. Saber escuchar y, sobre todo, saber callar frente a los desmanes del dictador que dejan huella en la expresión y en el cuerpo de la actriz, cuya presencia es un contrapunto magnífico, perfecto para dar esas réplicas mudas frente a un actor como Flotats capaz de desmontar el mundo con un gesto o una inflexión de voz. Conesa está espléndida en sus silencios plagados de dolor, que la convierten en una víctima sin otra solución que acatar la crueldad de unas decisiones que le son ajenas, pero que acata para evitar males mayores. No hay drama en su gesto, y, si aparece, encubre la desesperación con un rictus de irremediable sometimiento. Una imagen vale más que mil palabras, un silencio o muchos, como en este caso, también.
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