La patriótica ausencia
Llego tarde a la polémica por haber estado alejada de Barcelona unos días. En el ordenador del hotel, justo en el centro de Jerusalén, escucho la entrevista que Josep Cuní ha hecho a Hilari Raguer. Se duele, el monje, de la ausencia de autoridades catalanas en el entierro de Vicent Ferrer, y recuerda el carácter de “catalán universal” de este gran hombre. Busco más información y me la ofrece La Vanguardia, explicando que José Bono, representante español en el funeral, ofreció viajar a India a todos los portavoces parlamentarios. Sorprendentemente, todos los políticos catalanes descubrieron que tenían una agenda tan abultada de citas ineludibles, que no podían hacerse un hueco para rendir homenaje a Vicent Ferrer. ¡Demasiadas cosas importantes en sus vidas de gente importante! Y así, todos estos notables tipos, que dicen representar a este sufrido país, algunos tan llenos de patriotismo que mean en cuatribarrado, practicaron el peor agravio patriótico: insultar, por sonora ausencia, a un gran ciudadano catalán. ¿Será que el viaje era pesado, y no incluía paseítos turísticos? ¿Será que no se trataba de uno de esos actos lucidos, donde el político de turno se lleva a TV3 en la mochila, y vende minutos de Telenotícies, como si fuera un estadista? Será y... será también lo de siempre, la endémica ingratitud de este país acomplejado, que odia tanto la excelencia, que no sabe qué hacer con ella, eternamente acomodado en una feliz mediocridad. Vicent Ferrer ha sufrido el mismo desprecio que han sufrido todos los grandes catalanes, generalmente ignorados, despreciados o directamente maltratados por su propia sociedad. Y, en la muerte, rápidamente olvidados.Los ejemplos abundan de tal manera que sólo cabe recordar el desprecio que sufrió Victòria dels Àngels, aplaudida en todos los centros operísticos del mundo como una grande entre las grandes, y sin embargo menospreciada en Catalunya, al punto de no poder actuar en el Liceu durante décadas. Podríamos hablar de J.M. Flotats, de Salvador Espriu, etcétera, y en todos los casos llegaríamos a la misma conclusión: Catalunya no sabe qué hacer con la grandeza. Cuando alguien sobresale por encima del bajo techo que hemos ido construyendo, buscamos desesperadamente una buena daga con la que cortarle rápidamente el cuello, no fuera caso que nos mareara su altura. Y así se suceden las críticas desaforadas, las enfermizas burlas al éxito ajeno, los insultos de barrio y todo el ritual de desprecio propio de la gente mezquina. De ahí que nuestros grandes siempre son grandes en soledad, y generalmente son grandes en el olvido. ¿Extraño, pues, que ningún político catalán haya honrado a Vicent Ferrer? ¿Por qué tendría que ser extraño? El desprecio es genuinamente catalán, tanto que tendríamos que incluirlo como seña de identidad. Puro patriotismo. Tanto, que los buenos patriotas se quedaron en casa.
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