De lo público a lo privado
Al pequeño Josep Maria le fascinaban las carreras de coches de la barcelonesa Peña Rihn: de haber seguido su vocación, tal vez habría acabado compitiendo con Jim Clark y Graham Hill, pilotos estrella de los años sesenta. Pero el veneno del teatro y una beca le llevaron a la Escuela Nacional de Arte Dramático de Estrasburgo, donde aprendió a entender el oficio a la manera de Dullin, Jouvet y esa saga de grandes actores directores comprometidos con la idea de la escena como servicio público, prestado por compañías estables. Durante el primer espectáculo que ve en Francia, del TNP, dirigido por Jean Vilar, se queda fascinado con el trabajo de María Casares y de Gérard Philippe. "Yo seré el nuevo Philippe", asegura convencido a sus compañeros de estudios, según me contaba días atrás uno de ellos en el Forum del Teatro Europeo de Niza. Tras licenciarse, comienza a trabajar con un jovencito llamado Jorge Lavelli, y con mitos como Georges Wilson y Jean Mercure. Después, Otomar Krejca le llama para interpretar Esperando a Godot en el patio del Palacio de los Papas de Aviñón, y Jean-Louis Barrault para que protagonice el
Zadig de Voltaire. El 1 de enero de 1981, el día más feliz de su vida, entra en la Comédie-Française, donde hace cuatro protagonistas por temporada hasta que le ponen sobre la mesa un contrato por 10 años y, sorpresa, lo rechaza por encontrarlo "incompatible" con su "sentido de la independencia", según escribe a Jack Lang, ministro de Cultura socialista. Una decisión sin precedentes, o casi, en la casa de Molière. Esa libertad le permite gestar el proyecto del Teatre Nacional de Catalunya, por encargo del gobierno de Jordi Pujol. Flotats regresa a Barcelona, protagoniza un Cyrano inolvidable, con actores catalanes, y crea una compañía en el Teatre Poliorama, subvencionada por la Generalitat, que quiere ser el embrión del elenco estable del futuro TNC. Lo que sucedió luego es de sobra conocido. El consejero de Cultura corrige las líneas maestras de su proyecto, Flotats le contesta poco diplomáticamente, el gobierno autónomo le comunica su cese quince días después de inaugurar el TNC y, a final de temporada, el actor se exilia en Madrid, donde comienza de cero. Arte, su primera aventura como empresario, resulta uno de los dos mayores éxitos comerciales de la última década. Después monta París 1940, homenaje a Jouvet y a su escuela;
La cena, de Jean-Claude Brisville, y, de vuelta a Barcelona, Stalin, ambiciosa adaptación de una novela de Marc Dugain que no obtiene el éxito esperado. Hubiera querido mostrarla ahora en Madrid, pero en su lugar presenta El encuentro de Descartes con Pascal joven, otra obra de cámara de Brisville. Flotats nunca había estrenado tan poco como en los años que lleva en la capital. En parte, porque sus espectáculos han funcionado muy bien, y como empresario tiene que exprimirlos. En la Comédie y el TNC, cada montaje está en cartel un tiempo prefijado, independientemente de su fortuna. En la empresa privada, el éxito manda. Puesto a escoger, Flotats ha preferido aceptar las esclavitudes del mercado antes que las interferencias del poder, pero es tan probable que volvamos a verle al frente de un teatro público como quimérico que pueda realizar allí su sueño de crear una compañía estable de repertorio. No hay político que suscriba esa apuesta. Ojalá me equivoque. -
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